2. Sobre la vocación del escritor
Hasta los cuatro o cinco años, todos, sin excepción, somos «escritores», o, al menos, nos comportamos de la manera en que se comporta un escritor: el mundo es una hoja de papel en blanco esperando que escribamos en ella cualquier cosa que se nos ocurra, con la seguridad de que será original y fruto de nuestra intuición personal, es decir, pura y llanamente «creativo», puesto que la intuición es «todo» lo que contiene nuestro «lado oculto», o lo desconocido de nosotros mismos. El ser humano nace desarrollándose como persona, es decir, con personalidad, porque todo cuanto se manifiesta en él surge de su intuición personal. A partir de esta edad, la familia, la escuela, la comunidad y el Estado se encargan con denodado entusiasmo de anular su personalidad y en su lugar inculcarle una serie de conocimientos del «común», que una vez «memorizados», su reproducción mimética e inconsciente se supone que le asegurará la supervivencia.
Nada de lo que aprende el niño le concierne ni es personal, todo está en el común y es parte del legado común o de la comunidad. Empezando por el lenguaje y terminando por una carrera, todos son conocimientos que están «fuera de sí» y tienen, sobre todo, «sentido común», que es lo que valora tanto la familia como la futura sociedad donde se desarrollará el niño. Todo aquello que está fuera de lo común está considerado como «subversivo» contra el orden establecido, cuando no como alguna forma de «demencia» o «anormalidad». El libro que citaba en el capítulo anterior está constituido por cerca de 500 páginas de conocimientos «comunes» que están en el legado de la comunidad cultural de donde han sido extraídos. No hay en todo el libro nada de «creativo» por parte de sus autores, porque la comunidad cultural a la que pertenecen les ha encargado una recopilación
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