2. Sobre la vocación del escritor

Hasta los cuatro o cinco años, todos, sin excepción, somos «escritores», o, al menos, nos comportamos de la manera en que se comporta un escritor: el mundo es una hoja de papel en blanco esperando que escribamos en ella cualquier cosa que se nos ocurra, con la seguridad de que será original y fruto de nuestra intuición personal, es decir, pura y llanamente «creativo», puesto que la intuición es «todo» lo que contiene nuestro «lado oculto», o lo desconocido de nosotros mismos. El ser humano nace desarrollándose como persona, es decir, con personalidad, porque todo cuanto se manifiesta en él surge de su intuición personal. A partir de esta edad, la familia, la escuela, la comunidad y el Estado se encargan con denodado entusiasmo de anular su personalidad y en su lugar inculcarle una serie de conocimientos del «común», que una vez «memorizados», su reproducción mimética e inconsciente se supone que le asegurará la supervivencia.
Nada de lo que aprende el niño le concierne ni es personal, todo está en el común y es parte del legado común o de la comunidad. Empezando por el lenguaje y terminando por una carrera, todos son conocimientos que están «fuera de sí» y tienen, sobre todo, «sentido común», que es lo que valora tanto la familia como la futura sociedad donde se desarrollará el niño. Todo aquello que está fuera de lo común está considerado como «subversivo» contra el orden establecido, cuando no como alguna forma de «demencia» o «anormalidad». El libro que citaba en el capítulo anterior está constituido por cerca de 500 páginas de conocimientos «comunes» que están en el legado de la comunidad cultural de donde han sido extraídos. No hay en todo el libro nada de «creativo» por parte de sus autores, porque la comunidad cultural a la que pertenecen les ha encargado una recopilación
de conocimientos que están fuera de sí. Para que nos hagamos una idea de hasta que punto se trata de una recopilación exenta de cualquier indicio de creatividad, la bibliografía que ofrece consta de 348 títulos, y se citan cerca de 500 autores, que, a su vez, aportan nuevas recopilaciones de conocimientos comunes, basados en otros tantos textos y no menos autores. Pero ahora viene la gran paradoja, porque estos 348 libros que aporta la bibliografía y las 500 páginas de texto en realidad están intentando «teorizar» sobre un «método» que explique la manera en que el niño crea sus «monerías infantiles», que son cosas de «niños y fuera de lo común». Es decir, por cada frase creativa se escriben un centenar de frases que tratan de «teorizar» las causas de esa creación y la forma en que se ha creado, para ver si se puede encasillar en una cierta metodología,
gracias a la cual en adelante cada niñería pueda ser clasificada metódicamente. ¡Este es el sentido profundo de este «monstruoso» trabajo! Por tanto, ya tenemos una primera pista: no se trata de saber si tenemos o no vocación de escritores, sino de saber en qué momento la perdimos porque nos la anularon. En mi caso la culpa fue de una lectura inadecuada, en otros es la «suerte» de nacer en una familia bien asentada y donde cada miembro tiene ya predestinado su futuro; en otros es porque la necesidad obliga a atender con prioridad todo aquello que sirve a la mera supervivencia, etcétera. Pero no nos quepa la menor duda de que todos «nacemos siendo artistas» y en algún momento, entre los 3 y los 7 años, nos convierten en «buenos ciudadanos» con los valores propios de nuestra comunidad, además de obligarnos a adquirir unos conocimientos ajenos a nosotros mismos para hacernos «útiles» a la sociedad de lo «común». Naturalmente que la rebeldía natural se servirá de esos conocimientos comunes para «atentar» contra ellos y utilizarlos de forma creativa, para desconcierto
de «teóricos» y «metódicos» cartesianos empeñados en «normalizar» lo que ellos entienden como «anormal». Sin embargo, cada época o circunstancia social, política o cultural, tiene más o menos tolerancia a lo personal. Hasta finales del siglo XVIII los artistas, es decir las personas que eran y hacían cosas fuera de lo común, eran tolerados y hasta bien recibidos, siempre que aceptaran el mecenazgo de príncipes y obispos, a quienes debían servir interpretando sus deseos, dejándoles más o menos libertad de creación. Se ha dicho mucho sobre el talante «ilustrado» y casi liberar de Federico II de Prusia, uno de los monarcas más ilustrados de su tiempo, pero lo cierto es que tuvo en su corte a músicos a los que podía imponer sus criterios personales, que no eran precisamente muy originales, y rechazó a los verdaderos artistas, a los que no podía manejar a su capricho de monarca «absolutista»
(no ha habido monarcas que no lo fueran antes del predominio político de los parlamentos democráticos). En cuanto a la gran Catalina de Rusia, hizo otro tanto, así como la «liberal» Cristina de Suecia. Sólo con la revolución del Romanticismo, que llevaba aparejada la Revolución industrial y la aparición de más y mejores medios para la difusión popular de las obras de los artistas, estos se libraron de las imposiciones de los mecenas y pudieron crear más libremente. Uno de los primeros frutos gloriosos de esta independencia fue Beethoven. Mózart lucharía toda su vida contra sus mecenas, pero podemos decir sin temor a equivocarnos que «pereció en el intento». Nuestro genial Quevedo buscaba congratularse con la nobleza local, dedicándoles sus obras, y el propio Cervantes escribió su «Quijote» buscando cierto prestigio entre la burocracia estatal para ver si conseguía algún cargo estable que le asegurara su precaria existencia.
Por suerte para las letras españolas no sucedió así, porque los burócratas simplemente detestan a los artistas, ya que son sus antagonistas naturales. En resumen, todos nacemos con vocación de algo creativo y personal y, con el tiempo, unos antes y otros después, esta vocación va siendo sistemáticamente anulada por el totalitarismo de lo «común», cuya acción está patrocinada sobre todo por el Estado (sustituto del monarca ilustrado del siglo XVIII). Sólo unos pocos, que sin duda son unos auténticos privilegiados, consiguen a duras penas y con enormes sufrimientos físicos, pero sobre todo morales –pues supone enfrentarse abiertamente y en soledad a la abrumadora presión de los común, cuya autoridad moral se basa precisamente en el «sentido común»– consiguen ser «fieles a sí mismos» y defender su derecho a ser creativos y originales. Sólo entre estos debemos buscar a los verdaderos escritores.
Es decir, un escritor vocacional es, sobre todo, un «inadaptado» y cualquier escritor que esté «bien adaptado» deberíamos por principio sospechar que lo sea realmente. Precisamente ésta es la tarea que me he propuesto con este libro, que no es otra cosa que reivindicar el derecho de algunas personas de ser ellas mismas. Personas que son despreciables y despreciadas, marginadas y condenadas a la exclusión social, a las dificultades económicas, a la sospecha de traición a los valores «comunes», como la patria, la nación, la cultura nacional, la religión dominante, la raza y hasta la selección nacional de fútbol. Por tanto, y volviendo al tema de este capítulo, cualquier «individuo» –más adelante veremos la fundamental diferencia entre «individuo» y «persona», en la que radica todo el ser mismo del artista y del escritor– que sienta la necesidad de «rebelarse contra la norma impuesta por el común» tiene vocación
de ser algo de acuerdo a su propia personalidad; su propia norma interna, y lo que queda por averiguar es, por un lado, en qué disciplina puede manifestar mejor su necesidad de rebeldía, y, por otro, hasta qué punto su deseo de liberación de lo común es suficientemente fuerte como para asumir todos sus inconvenientes, o si se conformará con una «cómoda rebeldía», a medio camino entre lo común y lo personal. Esta tibia actitud es la más corriente y es por esa razón que la mayoría de los escritores son también tibios y corrientes. Recordemos que León Tolstoi, que era un hacendado aristócrata, murió en la sala de espera de una estación de ferrocarril precisamente porque estaba dispuesto a «todo» con tal de que prevaleciera su deseo de vivir de acuerdo a su conciencia personal, algo que su buena y «sensata» esposa no pudo comprender.
Recordemos también que los escritores que tras un periodo de rebeldía, fructífero y creativo, se «acomodan» a los valores y gustos del común «pierden su genialidad y frescura personal», como, por ejemplo, fue el caso de Camilo José Cela, cuya rebeldía de última hora se limitó a lo verbal, pero sus obras posteriores a «La Colmena» están ya dentro del promedio de los escritores mediocres de su generación. No es fácil saber si nuestro deseo de rebeldía puede manifestarse a través de la literatura o de otras disciplinas, que pueden ser sin duda tanto artísticas como científicas, o incluso religiosas o hasta deportivas. Probablemente Antonio Machado hubiera sido un buen pintor si en lugar de estudiar una carrera de letras se hubiera ejercitado en las artes plásticas. Por lo mismo, no sabemos si Goya no hubiera sido un buen escritor de haberse iniciado en algún estudio relacionado con las letras,
porque su pintura tiene mucho de literaria. Para averiguar cuál de todas las disciplinas se ajusta mejor a nuestro «natural» la mejor manera sería «probándolo todo» y quedándonos con la que «mejor se nos diera» o con mayor facilidad pudiéramos expresarnos. De todas formas, son los estudios impuestos por el común los que suelen condicionar nuestra posible vocación. No nos extrañe que «se crean escritores» casi la mayoría de los periodistas y catedráticos de filología y que la mayoría de los políticos, supuestamente vocacionales y con deseo de «servicio público» provengan de la abogacía. Lo que sucede es que la vocación se manifestará a través de la «herramienta» que mejor dominemos. Puesto que los escritores trabajan con el idioma, son entre los que estudian carreras de letras, en especial periodismo y filología, donde surgen la mayor parte de los escritores, sobre todo los «malos escritores».
Sin embargo, puesto que habíamos visto que la vocación es sobre todo una «actitud personal frente a lo común», tanto la carrera de periodismo como la de filología son las más «anti-literarias» de cuantas se puedan estudiar, por esa misma razón la mayoría de los «periodistas-escritores» son una auténtica mediocridad, por no decir simplemente que no lo son. Ahí están el significativo ejemplo de Dan Brown, que muestra cómo un periodista que escribe supuestas novelas no quiere decir que sea escritor, cuya pseudonovela «El código da Vinci» no es más que un relato periodístico en forma de novela, o una historia-novelada y no una novela-histórica. No nos extrañe que este tipo de productos, profundamente corruptos, provengan de una sociedad donde domina el interés económico sobre cualquier otra consideración ética o estética. Aspecto que está proliferando también en España. Este libro no ha hecho daño a la Iglesia católica en absoluto,
antes bien la ha popularizado en un momento de secularización y ateísmo galopante. A fin de cuentas los cristianos modernos creo que pueden estar dispuestos a aceptar que Jesús se hubiera casado y hubiera tenido descendencia, sin que por ello la ejemplaridad de su vida y su mensaje cambien en absoluto. Pero el daño lo ha producido sobre todo a los valores de la literatura universal, porque ha enviado un mensaje a millares de periodistas de todo el mundo de que una novela de «éxito» consiste en «novelar un hecho histórico» escandaloso y con cierto morbo, al margen de la creatividad y el estilo personal, y cientos de ellos andan ya consultando los archivos de todo el mundo en busca de alguna «Sábana santa falsa», «una conjura templaria desconocida», «una profecía jesuita oculta en algún incunable», un «Santo Grial reaparecido en una catedral cismática», etcétera.
Por tanto, aunque el surgimiento de un verdadero escritor no depende de su conocimiento y dominio previo de la lengua, que puede adquirirlo una vez que reconoce su vocación, obviamente le facilita el trabajo. Lo que prueba la existencia de una vocación no es más que una actitud de rebeldía y renuncia a los convencionalismos del común para emprender la arriesgada tarea de «ser uno mismo», expresando esta personalidad a través del uso de la lengua. Es decir, la vocación del escritor se «revela» cuando cree en sí mismo y está decidido a sacrificar la seguridad y estabilidad que proporciona el común a cambio de los frutos de su creatividad personal. Por lo tanto, asumir la vocación constituye, sobre todo, un sacrificio profundamente angustioso y que, casi con toda seguridad, durará de por vida, pues el artista nunca «sintoniza» con lo común y vive en una permanente soledad consigo mismo.
Lo paradójico es que, una vez adquirida esta seguridad y adoptada una actitud responsable, el «mundo» desaparece de su alrededor y en su entorno no hay más que las criaturas de su propia creación, y sólo ellas constituyen los fundamentos de su seguridad y estabilidad. Lo dramático, para el sentir común, es que una vez llegado a este punto, el triunfo le será indiferente, porque el hecho de ser uno mismo ya constituye un triunfo en sí mismo, que, además, no sólo produce satisfacción personal, sino felicidad. Por cierto, «verdadera felicidad», porque ésta es el fruto de la liberación de toda tiranía, incluida la tiranía de lo común. Por último, si no le preocupa el éxito no existe posibilidad alguna de que pueda fracasar. El escritor vocacional triunfa ya por el hecho de serlo sin necesidad de que nadie se lo diga ni le premie. .

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