4. ¿Qué es una obra literaria?

Naturalmente que todo el que escribe libros, tenga o no éxito, no quiere decir que sea necesariamente un escritor. Es más, la gran mayoría no lo son. Pensemos por un momento que tan sólo un centenar de autores han merecido pasar a la posteridad y es absolutamente probable que sobrepasen el millón los escritores que habrán llegado a publicar algo a lo largo de su vida. Del Siglo de Oro español, que fue extraordinariamente profuso en escritores, apenas si podemos mencionar una docena de ellos. De los escritores actuales no más de una docena merecerán figurar en la historia de la literatura del siglo XXII. La gran mayoría de los que llenan en estos momentos nuestras librerías, sobre todo los galardonados por premios convocados por editoriales, habrán desaparecido de la memoria colectiva.
Y de esa docena destacará uno o dos, que con toda probabilidad, y puedo jugarme mi propia posteridad, no habrán sido premiados en ninguno de ellos, simplemente porque nos habrán caído en la torpeza de presentarse a estos concursos. El verdadero escritor se premia a sí mismo con la satisfacción de una obra bien escrita. Nadie mejor que Borges para expresar esta idea: «Sería espantoso saber que voy a seguir siendo Borges [en la supuesta eternidad]. Estoy harto de mí mismo, de mi nombre y de mi fama y quiero librarme de todo eso.» Si me he formado una idea de lo que debe ser un escritor, ésta no puede basarse más que en mi propia experiencia personal. ¿Cómo si no podría escribir sobre algo de lo que no tengo una vivencia personal? ¿Cómo puede el escritor escribir si no es a partir de sí mismo y de su propia inspiración?
En efecto, mi opinión sobre las características que definen a un escritor y la manera de distinguirlos están en mi propia experiencia personal, simplemente porque después de superado el «trauma» de la lectura del «Ulises», y casi a punto de cumplir los sesenta años, un buen día me dije a mí mismo que ¡por fin ya era un escritor! Esto no implicaba una valoración, es decir, no estaba seguro de si era bueno, mediocre o malo, simplemente, que ya era escritor. Antes de entrar en esta delicada materia, quiero anticiparme a decir que es mejor ser un mal escritor que un habilidoso escribiente, porque un escribiente no puede ser bueno ni genial ni imaginativo, es decir, no merece valoración alguna. Aunque a lo largo de este ensayo tendremos múltiples oportunidades de valorar los que no son escritores, pero que escriben y publican libros.
Penetrar en este misterio de la personalidad artística de ciertas personas nos lleva a determinadas consideraciones de tipo filosófico, porque la diferencia que estamos buscando está en la definición tanto de «individuo» como de «persona», siendo el individuo la negación de toda creatividad artística y la persona el artista por su propia naturaleza. Por esta razón no nos queda más remedio que hacer una breve incursión en el significado de estos dos conceptos. La realidad de todo lo que existe está constituida de partes. Las partes constituyen las sustancias de lo que está hecho el todo. No hay duda de que un todo no puede existir si no está constituido de partes. El todo es la suma de las partes, por lo que el todo se convierte en lo «común» y la parte lo «individual» de lo que está formado el común; es decir, la parte necesariamente deben de estar constituida por elementos «comunes».
Cualquier posterior desarrollo de lo individual sólo puede ser si conserva las características comunes, que constituyen un conocimiento «tradicional». Así, lo común se defiende a sí mismo manteniendo la tradición que constituyen los «valores comunes que forman la identidad global de lo común». Por tanto, el individuo sólo puede evolucionar si «reproduce» esos valores en su propia producción o descendencia; o lo que es lo mismo, la evolución del individuo es fundamentalmente «productiva y reproductiva», porque utiliza elementos que «ya están en la realidad de lo común». Todo este largo rodeo argumental es para justificar que lo común carece de la capacidad de «crear» y se limita a «reproducir», porque la creación no pertenece al ámbito del individuo, sino al de la persona, y todavía no hemos visto de dónde surge la personalidad y cuales serán las consecuencias de su aparición.
Pongamos un simple ejemplo: el campesino es un individuo que repite ciertas técnicas para «producir» alimentos. Todos los campesinos tienen costumbres y hábitos comunes: Si no siembra no recoge; si no alimenta su ganado no tendrá carne; si no podan los árboles no darán los frutos deseados. Todos estos conocimientos son «comunes» en todos los campesinos y todos hacen lo mismo con mejores o peores medios o técnicas. Si un campesino se rebelara contra la naturaleza y pretendiera «producir» trigo sin haberlo sembrado sin duda que cometería un verdadero disparate y simplemente se arruinaría. Sin embargo, incluso un campesino no pude dejar de observar que la naturaleza nunca reproduce dos cosas idénticas, y que por alguna razón se empeña en producir sustancias diferentes que, con el tiempo, llegan a mutar y ser otras sustancias. Es decir, que la naturaleza es «creativa», pero su lentitud produce la impresión de que no lo es.
Esta constatación inevitable llevó a Aristóteles a comprender que todas las sustancias aparentes y presentes pueden ser otras distintas en potencia, contradiciendo el «absolutismo» ideal de Platón. Lo que a nosotros nos interesa es saber que «todo individuo puede dejar de ser parte de lo común y ser otra cosa en potencia». Pero como en la realidad no hay sino lo común, ese algo más sólo pude surgir de sí mismo. Es decir, todo individuo es una «persona en potencia», y ser una persona significa reconstruir la realidad a partir de un conocimiento que debe surgir de sí mismo y que no tiene ninguna relación con lo común. Si la persona puede encontrar conocimientos en sí mismo que no están en lo común es sin duda porque dentro de cada persona hay «un mundo completo y complejo» que sólo espera ser «revelado» por la voluntad del individuo, decidido a rebelarse contra lo común.
Podemos comprender la necesidad de la rebelión de la persona frente a lo común si pensamos que los conocimientos comunes tuvieron que tener un origen «revelado» por una persona. Para la teología, y está en lo cierto, la «revelación» es la forma en que «Dios» se muestra a la persona que hay en un individuo «excepcional» (entrecomillo Dios porque lo interpreto no con el sentido teológico, sino como la «sustancia» que provoca toda inspiración y revelación). Por tanto, toda revelación es «categóricamente cierta» por proceder de la esencia misma de toda fuente de conocimiento trascendental, como es la mente de una persona. Ahora ya podemos volver al enunciado del capítulo y concluir que el escritor es aquel que se nutre de sí mismo, en una constante creación personal –más objetivamente podríamos decir «recreación», puesto que todo está ya creado, aunque permanezca oculto–,
y que el no-escritor es aquel que «reproduce» lo que ve o ha visto y retiene en su memoria, dándole una forma convencional según los usos comunes del lenguaje más o menos «decorado» o «manipulado». Nada mejor que este párrafo del cuento de una popular escritora ya desaparecida como ejemplo de lo que no es literatura. Se trata de este simple diálogo: «—¡Tira!... Un poco más atrás, un poquito más. ¡Ahora! ¡¡Bueno!!» Es evidente que la escritora no «crea» el personaje del empleado de mudanzas dando órdenes al chófer del camión, sino que lo «reproduce», porque debe recordar haber escuchado a este empleado decir esas mismas palabras y cuando las reproduce intenta «imitar» incluso la modulación y fuerza expresiva poniendo una doble admiración en «¡¡Basta!!». Sin duda que debería recordar que el empleado ponía más énfasis en el último «¡Basta!» y lo remarca con una doble admiración.
No está creando, está recordando y reproduciendo, como si aquella frase la tuviera guardada en una grabadora. Pero el cuento empieza ya mal y denuncia claramente que se trata de un relato «reproducido» de la realidad, insustancial, nada creativo y hasta desconsiderado. Ya en el segundo párrafo dice: «Los entumecidos, legañosos barrenderos, cuyas voces sonaban como dentro de una cueva…» Una vez más se trata de una reproducción memorizada. Porque no hay nada personal ni creativo, si los hubiera recreado o personalizado, hubiera deducido por sí misma que los barrenderos están acostumbrados a madrugar y, por modestos que sean, se lavan la cara por las mañanas antes de acudir al trabajo. Pero esta popular autora no estaba preocupada por esas menudencias, porque tenía prisa por enmarcar el escenario del cuento y a estas primeras descripciones no les concede la mínima importancia ni valor literario alguno.
¡Las copia y listo! Simplemente, asocia madrugada con legañas, de manera que cualquiera que se mueva por la madrugada debe de andar legañoso, sea un barrendero o un cura que fuera a dar la extremaunción a un moribundo. Por tanto diría: «El entumecido cura, legañoso, cuyas oraciones sonaban como dentro de una cueva...», etcétera. Por tanto, ya tenemos, más o menos, enmarcada la idea de lo que es un escritor y ahora nos queda, para completar el enunciado de este capítulo, saber cómo se «distingue». Pero aquí nos surge una nueva paradoja, puesto que no puede distinguirse lo que no se muestra, y la esencia misma del escritor está en su personalidad, es decir, en su «alma», que obviamente carece de atributos visibles, por lo que los escritores, en realidad, no se distinguen de un individuo común.
Cualquier aparente individuo común y corriente que moja un cruasán en un café con leche en la cafetería de una estación de ferrocarril puede ser un genial escritor. No es en la forma «aparente» como se distingue un escritor, sino en la forma de «ser y sentir», y, obviamente, sólo el trato personal permitiría distinguir sus cualidades «personales». Precisamente por esto, la mejor manera de distinguir a un no-escritor es por sus signos distintivos. Cualquier supuesto escritor que muestre signos distintivos, de manera que el común de los individuos al verlo se digan a sí mismos: «Éste debe de ser un escritor», tengan la seguridad de que con toda probabilidad será un fraude. Ramón Gómez de la Serna llegó al extremo de intentar «distinguirse» como escritor vistiéndose de torero para llamar la atención en algunas de sus presentaciones. Sin duda que mi opinión sobre este escritor no es en absoluto favorable.
Los individuos, que padecen la alienación de lo común, intentan inútilmente rodearse se signos externos de distinción, pero estos signos externos no hacen sino aportar la distinción que hay en los objetos en sí mismos. Por desgracia en nuestra sociedad, donde predomina el individuo sobre la persona, «el hábito hace al monje». Claro que el refrán tiene sentido si hablamos de «monjes», es decir, carecería de sentido si dijéramos «el hábito hace al rico». En otras palabras, los signos externos denuncian la «falta de personalidad» de quienes los llevan y su alienación como individuos a lo común. En realidad, el escritor no se distingue porque «sólo es escritor mientras escribe», después deja de serlo, de la misma manera que el actor sólo es realmente actor cuando está sobre el escenario. Por tanto, lo que distingue a un escritor es, sobre todo, su obra y, a lo sumo, su trato personal. En otras palabras, de un escritor lo que realmente importa es su obra.
Pero, por otro lado, las personas no tienen apenas comunicación con los individuos, porque les resulta penoso hacerse una idea de los valores comunes, cuando su vida se rige enteramente por valores personales. No es rebajarse, sino contemporizar con opiniones y criterios que ya no forman parte de sí mismo. En realidad un escritor no tiene ninguna posibilidad de establecer ningún tipo de diálogo con el mundo «exterior», constituido por elementos comunes y tradicionales, a pesar de que sin duda tiene necesidad de mantener abierta alguna forma de comunicación para proveer su propia subsistencia y, en parte, argumentos para sus obras literarias. Una vez que vive en su mundo personal, éste se convierte en un mundo cerrado y completo en sí mismo, sin otra necesidad que la de crear y crearse a sí mismo.
No es fácil tratar o convivir con un escritor, y mucho menos complacerle si el interlocutor no es, a su vez, otro escritor o, cuando menos, una persona o un artista. No porque deban coincidir en sus valores personales, que obviamente es imposible, sino porque, al menos, comparten soledad y saben cuáles son sus causas. Por tanto, el escritor es una persona que se rebela contra lo común, pero que no se distingue, sino es a través de sus obras y de su trato personal. Lo que nos lleva a la simple conclusión de que lo fundamental de un escritor no es su persona, sino el fruto de su personalidad; es decir, ¡sus obras! os.

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