6. Cuándo y cómo publicar una novela


No hay mejor prueba de la honestidad de un escritor para consigo mismo que escribir una novela después de otra que todavía no ha sido publicada. Proust decía que «una obra es como un amor que ha fracasado, pero que presagia otros nuevos». Por otro lado, no hay mejor manera de adquirir seguridad en uno mismo que comparar dos obras en el tiempo sin que éstas hayan sido sometidas a la opinión de los lectores. De no haber sido por Boscán es probable que no hubiéramos tenido el placer de leer las Églogas de Garcilaso, porque éste las escribía para sí mismo, por el placer de hacerlo, y como forma de reconocimiento a Carlos I y al virrey de Nápoles por los cargos que le proporcionaron (por cierto, que el celo por cumplir le costó la vida cuando sólo contaba treinta y cinco años). Quevedo escribía para «divertirse» y, también, para congraciarse con los nobles que le patrocinaban. Pero hemos de tener en cuenta que hasta el siglo XIX los derechos de autor no eran respetados, sobre todo en las traducciones. Cualquier impresor podía editar la obra que mejor le pareciera si se hacía con una copia y el autor no reclamaba, como sucedió con el propio Cervantes. En cuanto a los traductores, prácticamente ni se molestaban en comunicárselo a los autores, toda la responsabilidad y el lucro económico eran para ellos. Por tanto, los escritores no podían escribir con la misma mentalidad «mercantil» que lo hacemos en la actualidad. Era raro el caso en que un escritor pudiera vivir exclusivamente de su trabajo y siempre había alguna otra razón para hacerlo. Naturalmente que Sabato tiene una opinión tajante sobre esto:

«El otro oficio del escritor. Si nos llega dinero por nuestra obra, está bien. Pero escribir para ganar dinero es una abominación. Esta abominación se paga con el abominable producto que así se engendra.»

Otra prueba de sinceridad del autor con sus intenciones y su vocación es no caer en la tentación de creerse los halagos de los amigos que le incitan a presentarse a los premios literarios. Aunque nos duelan, son infinitamente más útiles las críticas que los halagos. El estímulo para escribir no viene de la vanidad del escritor ni cegado por espectaculares éxitos económicos de malos escritores, como Dan Brown, sino de su necesidad de descubrirse a sí mismo como artista y creador. Ya hemos visto que los halagos no pueden ser objetivos, porque nadie excepto nosotros mismos debemos saber si lo que hacemos está bien o está mal, la referencia está en las «lecturas» atentas y críticas de los que nos han precedido y son realmente escritores o, incluso, de los que no lo son.

Por otro lado, si una obra literaria debe ser como un hijo para su autor, ¿cómo podemos darlo en adopción apenas haya nacido? Mi opinión es que el escritor debe permanecer «al lado» de su obra, pendiente de ella, revisándola y puliéndola, hasta que esté convencido de que puede emanciparse y ser publicada. Si lo jóvenes escritores con poca vocación o ninguna pero mucha vanidad y pedantería supieran lo penoso que resulta la «crianza» de una obra literaria, probablemente no empezarían ni a escribirla. Una obra acabada es como la imagen fundida que surge del molde, está llena de impurezas y su acabado será infinitamente más laborioso y penoso que la misma fundición. Las dificultades reales de una novela no están en escribirla, sino en pensarla y pulirla, ambos procesos pueden durar años, mientras que la escritura propiamente dicha puede ser cuestión de días. Ningún escritor puede pensar que una obra está terminada cuando ha escrito el último párrafo. También podíamos poner el ejemplo tan socorrido de que la obra de arte es como un buen vino, su calidad la adquiere con el tiempo y el reposo.

Es inevitable que el escritor «crea» haber escrito una gran novela apenas la ha concluido, porque en el empeño ha puesto toda su capacidad creadora, conocimientos técnicos, experiencia de la vida, emoción o exaltación creadora, etcétera. Pero apenas pasen unos meses todos esos valores se verán superados por nuevas y más intensas experiencias y vivencias, y al «releer» la novela no podrá evitar «pasar por alto algunos párrafos» sin saber realmente por qué lo hace. Pero la razón es que le resultan «insufribles» porque ya están ampliamente superados. Precisamente, la mejor forma de saber si a pesar de todo lo que hemos escrito es «bueno en sí mismo» es si en una vigésima o trigésima lectura, a pesar de saber que tal o cual párrafo está superado, su estilo e inspiración los hacen soportables y no nos importa volverlos a releer una y otra vez. Es decir, ciertas novelas ofrecen contenidos y valores ya ampliamente superados, pero gracias a su estilo e inspiración, siguen siendo obras literarias que pueden ser leídas una y otra vez sin cansarnos.

El martirio propio del escritor es la necesidad de releer sus obras al menos una veintena de veces antes de permitir su publicación, mientras que el lector a lo sumo, pero no es corriente en absoluto, la leerá un par de veces. Hay obras que no soportan una tercera lectura porque se han vaciado en todos los sentidos. Si durante la vigésima lectura nos «saltamos párrafos», no podemos permitir que se publique, porque cada párrafo saltado es claramente innecesario, y puede que una novela de 400 páginas se quede en 100. La mayoría de la «literatura basura» que pueblan los estantes de nuestras librerías podían reconvertirse en novelas cortas, cuando no en cuentos, si el autor hubiera tenido la paciencia y la profesionalidad de «dejarlas madurar» convenientemente.

Sólo el escritor que por sí mismo y de acuerdo a su propio juicio crítico ha conseguido «depurar» su estilo, puede permitirse el leer tan sólo una docena de veces sus obras antes de publicarlas, me refiero a escritores de la talla de Tolstoi, y aun así, su «Guerra y paz» le llevó un total de 10 años, desde que la «pensó» hasta que la «publicó». Por eso, cuando surgen casos de «jóvenes escritores prodigios», como el de María de la Pau Janer, no queda más remedio que sospechar por sistema de que en sus obras debe de haber algún «gato encerrado», que no es difícil de descubrir con una atenta lectura crítica.

Desde luego que estos nuevos escritores han iniciado sus respectivas carreras dentro de las ventajas de la «revolución digital», con los fabulosos «procesadores de textos», que corrigen su ortografía y que, incluso, les advierten de las faltas de concordancia de género o número, cuando no de la mala estructura de una oración gramatical. Con estas nuevas herramientas se comprende que el proceso de creación y preparación de una obra se acorte considerablemente. Yo mismo todavía estaría enredado en las correcciones de mi novela «La extraña» de no haber sido por estos programas, porque la acción sucede en dos «tempos» y lugares distintos, Madrid y en un país de la ex-Unión Soviética, que se van alternando de acuerdo a cierto ritmo, y tuve que recapitularla varias veces. Pero gracias la opción «copiar y pegar» la tarea no se hizo muy penosa. A veces me pregunto cómo fue capaz Pérez Galdós de escribir su monumental obra, «Episodios Nacionales», llena de datos, citas y rigurosamente estructurada ¡con la única ayuda de su pluma estilográfica! Se comprende que la corrección de una de estas obras llevara varios años. No obstante, algunos contaban con la inestimable ayuda de sus «secretarios». Tolstoi, por ejemplo, contó con la fundamental ayuda de su joven esposa, y cada día «pasaba en limpio» una y otra vez, y todas que fueran necesarias, todo lo que escribía su exigente esposo. Es una injusticia histórica que estas personas no merezcan apenas atención, y es que la Historia, en sí misma, es uno de los relatos más injustos y manipulados de cuantos se han escrito.

Por tanto lo malo de los procesadores de texto es que, si bien favorecen por igual a los buenos que a los malos escritores, estimulan sobre todo a los malos, que les permiten «producir» con más facilidad y menos «sacrificio». Yo soy un escritor que ha vivido la transición entre el sistema «manual» y el «digital», y recuerdo que en nada ha afectado a mi capacidad creadora, incluso al mismo ritmo y fluidez, sólo que entonces siempre tenía el problema para entender yo mismo lo que había escrito, lo que suponía un auténtico tormento. Sigo tomando notas a mano y esforzándome en pulir mi propia caligrafía, y sigo encontrando algo especial en lo caligrafiado que no puede «verse» en lo que aparece en la pantalla de un ordenador, como si en la misma caligrafía hubiera ciertos énfasis que no pueden mostrarse en el texto digitalizado. Pero, obviamente, ya es impensable escribir «a mano» una novela.

El otro aspecto fundamental y controvertido de la creación literaria es precisamente si debe o no debe publicarse; es decir, si lo que es fruto de la creación privada de un escritor debe o no hacerse «público». ¿Necesita realmente el escritor a los lectores? ¿Acaso el escritor escribe pensando en los lectores? Voy a pone un ejemplo que violentará a más de un «mal escritor», pero me parece concurrente. El oficio de escritor tiene en muchos aspectos cierto paralelismo con el de la prostitución: ambos se afanan por proporcionar cierto tipo de «satisfacción» a cambio de dinero. Por tanto, podríamos hacernos por comparación esta simple pregunta: ¿Se arregla la prostituta para tener más trabajo o por sentirse segura de sí misma, como puede hacerlo cualquier mujer «decente»? –y entrecomillo «decente», porque las prostitutas no me parece que sean «indecentes», en todo caso es el cliente el que no tiene decencia alguna al utilizar su dinero para conseguir algo que no es capaz de hacerlo por amor o simpatía–. La pregunta no es ociosa porque el autor que «publica» su obra se convierte en un «escritor-público», al que se le puede comprar por unos cuantos euros. La respuesta tampoco es fácil, pues implica que el escritor (desde luego el mal escritor) «arregla» sus obras para que sean del agrado del lector y las compren. Esto plantea un dilema prácticamente irresoluble, por ser parte de una «aparente» relación dialéctica necesaria: el escritor no puede existir sin el lector, porque, al parecer, la razón de ser del uno está en el otro y ambos se esclavizan mutuamente, sin que sepamos muy bien quién es el «amo» y quién es el «esclavo». Tendríamos que resolver el dilema de quién ejerce dominio sobre quién, si el escritor sobre el lector (caso de la buena literatura) o el lector sobre el escritor (caso de la mala literatura).

Sin embargo, yo me atrevo a sugerir que tal relación no existe en absoluto y que el escritor puede y «debe» dejar de pensar en el lector como la causa directa del estímulo de sus trabajos para considerarlo apenas un «accidente». Es decir, el escritor escribe por «otras» causas ajenas al lector, pero el lector se encuentra con la posibilidad accidental de acceder a la obra del escritor sin que este hubiera sido su propósito. El «accidente» se llama «editor», que es quien realmente está interesado en el trabajo del autor. Por tanto, la relación dialéctica no se establece entre el escritor y el lector, sino entre el «editor y el lector». Esta es la razón por la que hay «lectores». Sin editores no habría lectores. En inglés resulta mucho más sencillo de entender, porque la expresión para «editor» es «Publisher», es decir, «publicador»; que hace algo público. Sin el «Publisher» la obra del escritor no tendría posibilidad alguna de hacerse pública. Por tanto, el «Publisher» es realmente el que se asemeja a la comparación inicial entre los escritores y las prostitutas, estos son los que comercializan a los escritores y los hacen «públicos». Los escritores, por sí mismos, no lo harían. Cuando no había editores, es decir, antes de la invención de la imprenta, seguía habiendo escritores y, por cierto, excelentes, como el mismo Homero o Sófocles, o filósofos como Platón o Aristóteles. Para justificar esta hipótesis es necesario encontrar la verdadera razón de ser del escritor, aquel que no se «prostituye» a través de los oficios de «alcahuete» de las editoriales «comerciales» (puede que en algún lugar del mundo todavía existan editoriales vocacionales y honestas, ¡quien sabe!).

Para encontrar esta razón, una vez más tengo que auto citarme, o mejor dicho, citar algunas reflexiones contenidas en uno de mis ensayo. En este trabajo trato de demostrar que la «mentalidad» se adquiere gracias al estímulo de nuestra «comunicación con lo desconocido», o, también, con la «nada»; y que es de esta «mentalidad» de donde surge la «existencia propiamente dicha», o lo que es lo mismo, y para el caso que nos ocupa, las obras literarias. Ponía el ejemplo del bebé que no «dialoga» con la madre, porque no la entiende, pero establece cierta comunicación con ella gracias a la fuerza de cohesión de su «amor». Es esa comunicación lo que estimula la mente del niño y en forma de sucesivas «revelaciones» (inspiración) va adquiriendo conciencia de sí mismo. Esta idea trasladada a la creación literaria se interpretaría como que el escritor recibe el estimulo de cierto «amor que no es propio y que debe de estar en algún lugar desconocido, fuera de sí mismo». Esta comunicación genera «amor propio», y gracias a las «revelaciones» o la «inspiración» de lo desconocido de sí mismo, surgen seres que no existían, porque son fruto de la mentalidad que genera en el escritor el estímulo del amor propio; es decir, surgen los personajes y sus historias. De manera que lo que estimula la creatividad del escritor no es el lector ni el mundo que le rodea, sino lo «desconocido de sí mismo» o su «amor propio». Por esta razón, el escritor se debe fundamentalmente a sí mismo y muy poco al entorno, incluidos sus lectores. Precisamente los estereotipos de los malos escritores se deben a una dependencia casi exclusiva del entorno.

Es en el momento en que interviene el editor cuando se estable la relación entre el escritor y su entorno; es decir, sólo cuando el editor «publica» lo que el escritor ha creado por sí mismo se establece cierta relación con el mundo que le rodea, incluidos los lectores. Borges los expresa mejor en este párrafo extraído de un prólogo a la biografía del escritor Macedonio Fernández: «Macedonio quería comprender el universo y saber quién era o saber si era alguien. Escribir y publicar eran cosas subalternas para él.»

Si el escritor no tuviera necesidad de «vender sus obras» (venderse él mismo) podría darlas a conocer sin otro motivo e interés que el que esté justificado por el compromiso que motivó su escritura. Por el contrario, si el escritor pretende vivir de sus obras, necesariamente adquiere un compromiso de intereses económicos con los potenciales lectores, lo que, entre otros negativos efectos, constituye una forma de «prostitución», además de coacción y que limita su libertad creadora. Por tanto, lo adecuado sería que el escritor hiciera públicas sus obras sin otro «interés» que no sea el implícito en el compromiso argumental. Naturalmente que esto es «subversivo» para las empresas que se dedican al «negocio del libro» y que, como hemos visto, no están en absoluto interesadas por la situación en que queda la creatividad y libertad del escritor, antes al contrario, en sus contratos procurarán «esclavizarlo», obligándole a que «su prostitución sea lo más rentable posible», hasta que decaiga su «hermosura» y no atraiga ya a los clientes. Por eso decía, que la comparación con la prostitución era bastante recurrente.

Por tanto, la publicación de una obra no es su fin en sí mismo, sino una consecuencia de las circunstancias en que se mueve el autor. Aristóteles escribía para «aclarar sus ideas» sobre el mundo que le rodeaba, el conocido y el desconocido, y su «circunstancia», que le llevó a hacerlas públicas fue su «Ateneo», porque las utilizaba para mostrar sus conclusiones a sus alumnos. En tiempos de Aristóteles no había «editores» husmeando por ahí en busca de buenos negocios editoriales ni «Best-sellers», por eso era un mundo «puro y clásico», y porque el escritor todavía no se había «prostituido».

Con esta larga reflexión quiero dejar claro que sólo los malos escritores escriben directamente para «prostituirse», recurriendo, no a la belleza y a la sensualidad del erotismo, sino de los afeites, cremas, ungüentos, pelucas y rellenos. Tanto es así que algunos no se andan con rodeos y escriben «pornografía» ya directamente. La diferencia entre erotismo y pornografía es que el primero estimula todos los sentidos que llevan al deseo y la pornografía los genitales directamente. Por eso, cuando leo ciertos párrafos sueltos de «novelas» en las que se utilizan expresiones pornográficas contundentes y directas, veo claro que se trata de supuestos escritores que ya escriben directamente para el negocio de «prostitución» de ciertas editoriales.

Ahora bien, el escritor, además de vivir en su propio mundo y para su propio mundo, comparte también el «mundo real y común» de los demás, y cabe la posibilidad de que considere su obra de creación como una forma de trabajo, la única, y, como todo trabajo, debe ser remunerado. Hasta ahora hemos defendido la creación del escritor desde el punto de vista del «original», es decir, de la obra en sí misma y no de sus posibles reproducciones. Lo que defendíamos es la «creación en sí misma», que no se debe sino a su autor; a la «originalidad» del escritor, de ahí la palabra «original». Si por las circunstancias que sean, el escritor tiene que vivir del producto de sus creaciones literarias, sus originales deben convertirse en «productos», es decir, libros. Sabato no especificaba como «recibía el escritor dinero por sus obras», pero consideraba que no se podía escribir para «ganar dinero», pero toda forma de trabajo en nuestra economía de mercado actual no persigue otra cosa que cambiar «esfuerzo por dinero». Por tanto el buen escritor también puede «escribir por dinero», si ésta es su única fuente de ingresos y lo considera como «su trabajo».

Lo que sucede es que el escritor permite que se haga «reproducciones» de su original, y una vez hechas, el «publicador» no tiene más derechos adquiridos que aquellos que tenga sobre las copias, ¡nunca sobre el original! Esta condición no está convenientemente contemplada en la actual ley de «Derechos de Autor», que si bien concede al autor el derecho de propiedad del original, permite que éste sea «controlado» por un determinado número de años, tantos que la obra original no vuelve al autor, sino a sus posibles herederos. Pero, bajo ningún concepto, el «publicador» puede adquirir tales derechos sobre el original, y que éste pueda ser considerado de su propiedad. Por tanto, en el momento en que el escritor decide entregar su obra original a un «publicador» para que sea hecha «pública», gracias a un determinado número de copias mecánicas, se establece una relación entre escritor y editor que para el autor termina ahí. Lo que suceda con su obra ya no es de su responsabilidad, y si el lector, por la razón que sea, se sintiera defraudado, el autor sólo está obligado a ofrecerle un «10 por ciento» de explicaciones, el resto se lo deben de dar la imprenta, el editor, el distribuidor, el librero y el Estado, respectivamente, y que perciben el 90 por ciento restante del importe del libro. Además, el lector sólo puede sentirse defraudado del libro como producto, nunca como obra en sí misma. No puede reclamar a Cervantes por estar en desacuerdo con que Don Quijote arremeta contra los molinos de viento, aunque se sienta perjudicado por ser propietario de varios de ellos, sólo puede reclamar si la edición no responde en calidad al precio pagado, es decir, si se trata de un «fraude editorial». Este fraude puede ser como consecuencia de una engañosa propaganda del editor, que realza cualidades de un libro que no las tiene, y que debería ser llevado ante los tribunales de ética profesional por tratarse de un «fraude literario».

A modo de resumen podríamos decir que una vez cumplidos los requisitos mínimos para considerar que la obra está madura para ser publicada, y siempre que se considere como el trabajo del escritor, la obra puede ser dada a un editor. Pero en el contrato de publicación debe quedar perfectamente claro que sólo se trata de una cesión temporal y limitada de copias del original, por lo que no exista más condición que el número de copias a imprimir y el porcentaje a percibir. ¡Bajo ningún concepto el autor debe aceptar otras condiciones que le aten al editor o coarten su libertad futura como creador! El escritor, que se debe a sí mismo, no sólo necesita libertad para su creación, sino que es su creación la sinergia que produce la misma libertad, y no puede consentir que un editor lo «encasille y enjaule», aunque se trate de una jaula de oro con aire acondicionado y piscina privada. En estas condiciones, es preferible no publicar, hacerlo por sus propios medios o en Internet. Hasta el momento, ésta ha sido mi opción personal para la edición de mis obras.

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