3. Sobre la crítica y los críticos



Cualquier persona que entra en una librería con la intención del comprar un libro se convierte, de hecho, en un crítico literario, porque no comprará un libro cualquiera, sino aquel que considere, según su juicio crítico, el más interesante. Naturalmente que este juicio puede ser inducido por la publicidad, en cuyo caso no será sino un intermediario entre el crítico que ha generado la publicidad y él mismo. Pero, aun así, lo más probable es que antes de comprarlo ojee algunas páginas para ver si el «tono» de la obra encaja con sus gustos y si a grosso modo las alabanzas de la publicidad coinciden con la realidad. Es durante esa breve lectura cuando el lector se convierte en crítico, lo que quiere decir que, de todas formas, cada lector es forzosamente un «lector-crítico». Todo aquello que tiene un precio se le exige una contrapartida, porque el coste es una parte de nuestro tiempo transformado en trabajo remunerado. Podemos regalar todo menos nuestro tiempo. Incluso, aunque el dinero nos hubiera tocado en la lotería, el tiempo de leer el libro también puede ser considerado como un coste a nuestro cargo, pues ese tiempo es irrecuperable y no puede ser perdido inútilmente. Por tanto, la necesidad del juicio crítico del lector es una reacción económica y natural y está moralmente autorizado a ejercerlo. Por otro lado, el libro es una mercancía cuya finalidad es educar o entretener, y, por tanto, no puede prescindir de alguno de estos dos valores: o educa o entretiene, o hace ambas cosas a la vez. Horacio ya definió esta función del libro:

«Los poetas quieren ser útiles o deleitar o decir a la vez cosas agradables y adecuadas a la vida […] Todos los votos se los lleva el que mezcla lo útil a lo agradable, deleita al lector al mismo tiempo que lo instruye».

Es evidente que todo libro que «deleita» instruye el espíritu, pero no todo el que intenta instruir deleita, porque el autor no ha sido capaz de encontrar el tono y el estilo adecuado para introducir sus enseñanzas de forma amena y entretenida, como es el caso del libro sobre «Teoría literaria», de Jordi Llovet.

Lo que interesa de este primer capítulo es dejar sentado que el escritor se somete al juicio crítico del lector y éste tiene el derecho moral de ejercer su crítica, de forma radical y a priori, no comprando su libro, o más pausada y a posteriori, después de haberlo comprado y leído. Pretender que el escritor pueda negar la autoridad de sus lectores de ser sus críticos o considerar sus críticas injustificadas es un gesto de soberbia que en poco le favorece. Otra cosa es que las considere acertadas o equivocadas, lo que nos llevará a considerar más adelante si la crítica, después de todo, tiene bases objetivas o siempre serán subjetivas, por lo que carecen de interés para el autor. Lo importante ahora es ver que todo lector es, como decíamos, un «lector-crítico».

Naturalmente que, aunque parezca una perogrullada, conviene remarcar que no pueden desunirse ambas funciones; es decir, para ser crítico hay que ser lector y para ser lector hay que ser crítico. Carece de sentido que alguien critique un libro que no haya leído, o que alguien lea un libro y no extraiga de su lectura un juicio crítico. 
Pero ¿qué diferencia hay entre un lector-crítico que se limita a no comprar el libro, o si lo hace, a comentar su valoración con su reducido grupo de amigos, y el lector-crítico que tiene la oportunidad de hacer públicas su valoraciones de forma más generalizada, a través de medios de comunicación de masas? En rigor, ninguna, porque en la medida de que ambos tienen «gustos personales o comunes» tienen, a su vez, opiniones personales o comunes. 
La única diferencia es que al lector-crítico que trabaja para un medio de comunicación, por lo que percibe un sueldo, se le exige una mayor «amplitud en las consideraciones de su crítica». Es decir, no puede limitarse a decir «es bueno o es malo», sino que debe de dar alguna razón que justifique su juicio crítico. 
Pero es precisamente aquí donde surge el dilema, porque, en rigor, el crítico, sea privado o profesional, sólo puede valorar si lo que ha leído «es o no es literatura» y no si es «literatura buena o mala». Si no le parece que lo sea, debe dar sus razones, y si le parece que lo es, sólo puede remarcar las peculiaridades personales del autor y la forma en que se reflejan en su obra, porque en la medida de que es una «creación personal» no caben los calificativos de buena o mala. 
Las «Señoritas de Avignon» de Picasso no tienen formas sensuales, son «raras» y hasta deformes, pero no se puede decir que sea una obra «buena o mala», sino personal, «incomparable». Por tanto, más que crítica, lo que admite es un cierto «análisis» o estudio de sus formas que expliquen la razón de su estilo, lo que no significa que este análisis nos ayude a «sentir» la emoción de la obra en sí misma. Ahora bien, ¿quién sino el propio Picasso estaría autorizado para hacer este análisis?; ¿quién mejor que el propio autor puede describir los valores de su obra si ésta es personal y original? Esto nos lleva al segundo sujeto que ejerce la crítica, como es el «escritor-crítico». 
En el primer caso el lector no tiene en consideración las circunstancias que han hecho posible la obra. Volviendo al ejemplo de Picasso, al contemplar las «Señoritas» no piensa en las circunstancias que llevaron al pintor a deformar las imágenes, sino que se limita a valorar si le atraen o le repulsan. Lo mismo sucede con las obras literarias. 
Cualquier lector de Sartre no se para a pensar cuáles eran las circunstancias culturales y filosóficas que impulsaron a este autor a elegir un título como «La nausea», ni por qué la prosa es tan descarnada y hasta violenta, y se limita a ejercer su juicio crítico de acuerdo a sus propias circunstancias que lo ligan a los gustos comunes. Puede que tenga una noción de los postulados filosóficos del existencialismo y encuentre la relación entre la obra y esta corriente de pensamiento, pero puede que se limite a valorar la «estética» del libro y lo acepte o lo rechace. 
Ahora bien, si en lugar de ser un simple lector-crítico fuera, además, un lector-escritor-crítico podría tener en consideración, no sólo los valores «estéticos» de la obra, sino también los «éticos». Es decir, que no sólo existen lectores-críticos, sino también escritores-críticos. Entre éstos naturalmente debería encuadrarme yo mismo. 
Sin embargo, esto no cambia el hecho en sí de que la crítica debe limitarse a «denunciar» una obra literaria que no lo es, pero sigue sin estar autorizado a valorar una obra que sí lo es. ¿Cuál es la diferencia? Simplemente, que el escritor-crítico tiene más elementos de juicio que el simple lector-crítico, sobre todo relacionados con la técnica y el estilo. Por tanto, los críticos literarios sólo deberían serlo escritores «consagrados». 
En el siglo XIX y principios del XX (hasta el franquismo) las columnas de crítica literaria estaban en su mayoría ejercidas por escritores reconocidos, que eran, a su vez, objeto de las críticas de sus colegas desde las columnas de los periódicos rivales. Finalmente se «veían las caras» en el Ateneo y allí no era raro que incluso llegasen a las manos. Valle-Inclán perdió un brazo por culpa de una de estas apasionadas trifulcas. Lo que ocurrió después, y que sólo puede suceder en el entorno cultural e histórico de una dictadura, es que surgió el «crítico-crítico» –¡y además, censor!–, que ni es lector (al menos no lee para deleitarse, sino para ganarse la vida criticando o ejerciendo la censura) ni es escritor. Una vez más se trata, por tanto, de una pura abstracción imposible de concebir, como es la de un «intelectual» que carece de «personalidad». 
El genial escritor, Manuel Vicent, tiene una forma mucho más literaria de exponer estas diferencias:

«Un intelectual no sabe llevar siquiera las cuentas de una tienda de comestibles y un poeta puesto al frente de una licorería acabaría por beberse hasta la última botella.»

O lo que es lo mismo, el intelectual sin más es un crítico que no está ligado al lector ni al escritor, y no «entiende de nada», pero el escritor tiene unos gustos demasiado personales para criticar a otro escritor. En estas condiciones, las opiniones de un «simple intelectual» no sólo carecen de fundamento, sino que con toda probabilidad no sabrá ni siquiera enfocar el correcto alcance de sus críticas, que, como hemos visto, sólo puede limitarse a denunciar «fraudes literarios», o analizar las peculiaridades de las verdaderas obras literarias.

El propio Jordi Llovet, que en mi opinión pertenece más a la categoría de «intelectual» que al de lector-crítico o escritor-crítico, se ve obligado a reconocer en el epílogo de su monumental tratado cobre la «Teoría literaria» que no existe tal teoría:

«De lo tratado en el primer capítulo se deduce que el hecho literario, una vez establecido qué tipo de ‘objeto verbal’ es o debería ser (el entrecomillado es del original, lo que demuestra que el autor quería remarcar la dificultad de concebir tal idea); está sujeto a un conjunto de determinaciones (yo diría peculiaridades de la personalidad creadora del autor, porque lo veo como escritor y no como intelectual) de orden enormemente heterogéneo.
 Le heterogeneidad de los factores o funciones que intervienen en el hecho literario (vuelve a eludir la realidad del hecho, como es la personalidad creadora del autor), como vimos, es razón suficiente para considerar que no existe, en propiedad, un método único capaz de agotar la materia, la sustancia y los elementos de orden tanto ‘textual’ como ‘contextual’ que se dan cita en la constitución y en la recepción de la literatura».

¿No hubiera sido más sencillo reconocer que dado que toda verdadera creación es fruto de la intuición única y personal de cada autor, tendría que haber un método para cada autor, y que, por tanto, no puede haber ninguno? Por la misma razón, ¿no simplificaría las cosas eliminando la asignatura de «Teoría de la literatura», ya que, en rigor, no puede haberla? De este párrafo se deduce que el «crítico-crítico» va creando elementos nuevos en su supuesto método a la zaga de las nuevas creaciones, por lo que, en realidad, nunca termina por tener un juicio crítico y menos «un método», porque se le va «descomponiendo» con cada nueva aportación creativa del autor.

Podríamos decir, a modo de resumen, que sólo hay dos sujetos que tienen la capacidad y el derecho moral de erigirse como críticos literarios: los lectores y los propios escritores. No hay lugar para «un tercer sujeto», como sería aquel que por su función docente, política o moralizante, no es ni una cosa ni la otra, pero se autoriza a sí mismo –por deferencia y con la financiación del medio de comunicación, de la institución de enseñanza, del régimen político o de la confesión religiosa–. 
Puesto que no hay más que dos sujetos que merecen nuestra atención, sólo vale la pena que hablemos de ellos, porque, además, constituyen en sí mismos el núcleo de una relación dialéctica –escritor-lector– «aparentemente» inseparable. Los que pretenden incorporarse a ella sin estar realmente en una de las dos situaciones, no tienen cabida ni interés para este ensayo. Es decir, doy por sentado que tengo una total aversión por los intelectuales que «sólo son intelectuales». En primer lugar porque son «intratables», en el sentido de que como tal no pueden existir, y en segundo lugar porque los tiempos del «racionalismo de todo y a toda costa» del legado cartesiano deberían de estar ya superados. Hay cosas en las que no debe intervenir la razón, sino el sentimiento y la inspiración. 
Esto es pura teología, como es la «revelación», que no es más que la expresión artística de la inspiración, y la revelación no admite juicio crítico alguno. Esto es así porque la teología también tiene su propio «contexto» y fundamento y le corresponden ciertas vivencias personales que no pueden ser abarcadas por la «ciencia», como, por la misma razón, hay un contexto científico que no debe ser abarcado por la teología. ¡Cada cosa en su lugar y a su debido tiempo.

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